¿Por qué no soy yo el protagonista de este harem? - 1.1 El mujeriego sinvergüenza
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- 1.1 El mujeriego sinvergüenza - Parte 1
Han transcurrido alrededor de dos años desde que fui rechazado por la que yo consideraba la chica más bonita de la clase. Me gradué de la secundaria y apliqué para uno de los bachilleratos más importantes del país, o al menos que recordaba que mencionaban mucho mis antiguos maestros.
“Necesitas un puntaje mínimo de 1200 en el Examen Nacional de Ingreso (EXANI, para los amigos) para poder aplicar al sorteo de inscripción” “Tienen convenio con muchas compañías extranjeras, así que tienes trabajo asegurado si te gradúas de allí” “Sus docentes son profesionistas en muchas áreas” “Está entre las mejores del país”. Bla bla bla, entre muchas otras cosas que prefería no recordar.
Logré entrar en la escuela con un puntaje de 1280 en esa condenada prueba, para la que ni siquiera estudié más de dos horas a la semana por tres meses. Durante mi primer año, descubrí que, en efecto, los maestros eran todos profesionistas, algunos graduados de aquella misma escuela, y que eran muy exigentes. Demasiado, en realidad. Tuve muchos compañeros que se desvelaban noches enteras para realizar los trabajos que nos pedían, mientras que yo me la pasaba escuchando música o leyendo cómics tras haber terminado.
La escuela, pese a las «etiquetas» que poseía, parecía más bien una vil cárcel. No tenía jardines, y tenía un muro de dos metros y medio que la rodeaba, de un espantoso color grisáceo y viejo. Disponía de cuatro edificios de tres pisos y otro de una única planta que parecía un gran almacén. En el centro de los edificios se hallaba el patio cívico, que a su vez era también una cancha de baloncesto. Los baños estaban todos feos, descascarillados y continuaban oliendo mal por mucho que los lavaran. La dirección se hallaba en una especie de cobertizo que modificaron de alguna forma para que pareciera una oficina y la cafetería, que estaba uno de los edificios y con salones de clase encima de ella, nunca se daba abasto con tanto estudihambre.
Al cursar el segundo año, concretamente en el tercer semestre según el modelo escolar de aquel sitio, mi salón se ubicaba en una tercera planta. Esto resultaba en toda una prueba de resistencia para el pobre cristiano al que se le ocurriera asistir estando enfermo o padeciera problemas de peso. Hacía frío casi todo el día en los inviernos y encerraba un calor insoportable en los días soleados. Incluso descubrí que había goteras en el techo en una ocasión que llovió cual si fuera diluvio.
Una verdadera prisión, lo vieras por donde lo vieras.
En ese lugar, no obstante, me encontraba yo, sentado y con los pies sobre el pupitre, esperando a que llegara el primer profesor del día. Ese día nos tocaba Mantenimiento preventivo y correctivo de equipos de cómputo a la primera hora. Tenía un bolígrafo afianzado entre la oreja y la cabeza, y apoyando mi nuca en los brazos.
Toda una postal rebelde.
––Oye, Ed, el profesor te va a regañar de nuevo si te encuentra con los pies encima del pupitre ––dijo Martín, un buen amigo que me ha acompañado desde que comencé la preparatoria.
Era medio fornido y siempre llevaba los dos primeros botones de su camisa desabrochados. Tenía un bigote muy poblado para su edad y una barba de tres días que parecía que no crecería más.
––Igual ni ha llegado ––dije––. Puede que llegue tarde otra vez.
––Eso no te da derecho a hacer lo que se te dé la gana ––Una nueva voz.
Volteamos al frente y la vimos de pie. Tenía las manos a la cintura y nos miraba con cierto reproche. Una chica delgada y sin mucho cuerpo que presumir, pero largo cabello lacio color cobre oscuro y con una diadema azul que contrastaba demasiado: Debani Ramírez.
––Buenos días, comandante ––saludé.
––Nada de comandante. Baja los pies. Y ¿otra vez llevas esa sudadera gris debajo del suéter del uniforme?
––No quieres que te llame comandante, pero igual me das órdenes ––Bajé los pies y me acomodé en la silla, siempre esbozando una sonrisa socarrona––. ¿Quién te entiende?
Debani suspiró. Luego se sentó en el asiento que estaba adelante del mío, en dirección hacia nosotros.
––Alguien tiene que domar a la bestia, ¿no? ––comentó Martín.
––Tú estás igual. Sabes que no debes llevar la camisa así.
––Y tú sabes que a las chicas les encanta mi físico. Además… ––Me dio un ligero puñetazo en el hombro––, no puedo dejar que este pijasuelta en liquidación se me adelante.
––Tú y yo no competimos entre nosotros de ninguna forma ––dije.
––Por supuesto. No das ni una desde que te conocí.
Y soltó una carcajada. Era cierto lo que decía: yo trataba una y otra vez ligarme a varias chicas, pero ninguna aceptaba mis invitaciones. Siempre me rechazaban.
Sin embargo, que lo hicieran no me afectaba en nada, pues las sonrisas que se dibujaban en sus caras me daban motivos para volver a intentarlo después. ¿Quién se rendiría con semejantes recompensas gratuitas?
––Ustedes dos son personas muy lamentables, ¿no se los han dicho? ––dijo Debani.
––En realidad no. Lo que hago es arrancar suspiros ––Martín guiñó un ojo a Debani, a lo que ella le respondió con un chasquido de dientes; luego se volvió hacia mí––. ¿Y bien, Don Juan? ¿Hoy con quién vas a intentarlo?
––Lizbeth.
––¿Otra vez con ella? Pero hombre, ya trataste de ligártela hace dos días.
––Esa Lizbeth no. Es otra.
––¿Pues a cuántas Lizbeth conoces, cabrón?
––Como a tres.
––Enserio son repugnantes ––intervino Debani.
––Ay, cariño. Si así fuera, me cae que no hablarías con nosotros ––dijo Martín.
––Lo que pasa es que está cacheteando las banquetas por alguno de nosotros pero le da vergüenza reconocerlo.
––Cierto, cierto. Eso no lo pensé.
––¡Cállense los dos!
Debani se puso roja como un tomate.
Ella era una chica interesante. Un día, en primer semestre, simplemente comenzó a hablarme. Lo primero que me dijo fue que vestía el uniforme de manera incorrecta. Le contesté con una broma, tratando de parecer genial y desde entonces comenzamos a juntarnos. Fue la primera persona con quien comencé a hablar en aquella escuela y mi primer intento de ligue, siendo rechazado de inmediato. No obstante, decidí que no intentaría nada más con ella, pues me di cuenta de que disfrutaba hablarle y hacerla enojar con mi aparente irresponsabilidad. Oh, y la cara que ponía al darse cuenta que mis calificaciones eran mejores que las suyas en cada parcial era algo que no tenía precio.
Era mi amiga, sin más. Además, a pesar del chascarrillo que le dije, yo sabía que sí le gustaba alguien. Lo conocía. O mejor dicho, toda la escuela lo conocía.
La puerta del salón se abrió y entró el primer maestro del día. Hubo algo de barullo en el lugar al moverse todos como locos para acomodarse en sus lugares. Después comenzó la clase.
*****
Pasamos al descanso. Luego de Mantenimiento preventivo y correctivo a equipos de cómputo, le siguió Álgebra y después Ingles. En las tres clases me descubrieron bostezando, y ese mismo número de veces me regañaron por igual.
––¿De qué sirve que seas tan brillante si te comportas como un holgazán? ––me preguntó el maestro de Inglés después de reprenderme, quizá tratando de humillarme como ejemplo.
––Precisamente para pasar los exámenes sin esforzarme demasiado ––respondí.
Varias risas, incluidas la de Debani y Martín.
––Encima altanero. De verdad que te buscas la suspensión.
––A ver a quién le pregunta entonces. Me parece que soy el único que no le presta atención a su clase.
Más risas.
––De acuerdo. Dos puntos menos.
––Es usted muy amable, profesor.
El docente tuvo que amenazar con rebajarle puntos a todo aquel que continuara riéndose de mi estupidez, para luego retomar la lección refunfuñando.
Le había dicho adiós a la inseguridad y la timidez, así como a mi acné. La verdad no me importaban los reportes ni los bajones de calificación. Estudiar y contestar bien siempre a las preguntas era sencillo para mí. Aprendí que no tenía caso seguir comportándome como un matadito y ratón de biblioteca. Podía ser todo lo engreído que quisiera porque, en cierta medida, a muchas chicas les gustaban los tipos indomables, que no se dejan doblegar. Les gustaban aguerridos, así que no me podía permitir vacilar ni tartamudear.
Me comportaba como un idiota a forma de cebo.
––Ed, vamos a la cafetería. Escuché que traerán burritos ––me dijo Martín después de que sonara la campana del receso.
––Me quedé sin dinero y Lilia me preparó el lonche ––respondí.
––Eso es raro ––comentó Debani, caminando hacia mí con una lonchera en las manos––. No sabía que tu hermana te preparara el lonche.
––Mencionó que era práctica para su examen de cocina la próxima semana. Aunque ya mejoró, sigo pensando que solo me quiere para saber si no le falta sazón o algo así.
––¿Entonces para qué se lo aceptas? ––preguntó Martín, ya de pie.
––Mi madre me obligó.
––Ya ––respondieron mis amigos al unísono.
––No importa ––Saqué mi lonchera y me paré––. Vamos a la cafetería. Quiero un refresco al menos.
Salimos del salón y bajamos hasta la cafetería. Como era de esperarse, ya estaba lleno. Sin embargo, eso no atrajo mi atención. Debani giró la cabeza a un lado y vi que sus orejas se enrojecían. Esa era la señal que me indicaba la presencia de la verdadera competencia.
––¡Otra vez ese desgraciado de Alejandro Villanueva está acaparando la atención! ––soltó alguien que pasó a mi lado.
No me molesté en verle la cara porque tenía razón.
Hacia el centro de la cancha, un gran número de chicas se había agrupado en torno a un único sujeto: el capitán del equipo de baloncesto de la escuela, estudiante de quinto semestre, de buen cuerpo, buena cara y cabello medio rebelde como el de una estrella pop juvenil, Alejandro Villanueva.
Lo distinguí en medio de todas esas estudiantes, sus muchas admiradoras, que lo seguían allí a donde fuera. No importaba si se hallaba en el entrenamiento, el cual se efectuaba los miércoles a las cuatro de la tarde y los sábados y domingos a las once de la mañana, o si era el descanso o la hora de la salida. El bastardo solía estar rodeado por muchas chicas, y cuando digo muchas, es que realmente eran muchas. De no ser por su estatura, de uno noventa, cualquiera se preguntaría por qué rayos había un grupo tan numeroso de ellas a esa hora. Es más. Aquel tipo era tan popular que incluso había chicas que se saltaban clases para espiarlo desde las ventanas de su salón; una vez que salí al baño a mediodía, vi a uno de los prefectos arrastrando a dos de ellas hasta la dirección porque las había descubierto haciendo eso. Y yo, en mi calidad de metiche, me pregunté cómo es que existían tipos tan populares como para llegar a causar esas reacciones.
––Esos ojos… ––susurró Debani, ensimismada por completo en aquel sujeto.
––Me pregunto cuántas veces por semana convoca a firma de autógrafos ––comenté.
––¿Qué cosa? ––preguntó mi amiga, volteando de golpe hacia mí.
––Tiene ojos como de extranjero, ¿no? Color ámbar, me parece. No me sorprendería que firmase autógrafos siendo la estrella y capitán del equipo de baloncesto.
––Pe-pero ¡¿qué estás diciendo?!
––No te estarás cambiando de banqueta, ¿o sí, Ed? ––preguntó Martín.
––Se van a acabar los burritos si no te das prisa ––Martín hizo una mueca––. Ahorita te alcanzamos.
Martín se alejó, perdiéndose entre la multitud que abarrotaba la cafetería.
Me quedé solo con Debani, quien tenía ya todo el rostro de color rojo y no dejaba de observar al ídolo de muchas.
––Deberías olvidarte de él y darme una oportunidad a mí ––comenté a Debani.
––¿Q-qué quieres decir con eso?
Me encogí de hombros.
––Solo digo. ¿Alguna vez te le has declarado? ––Ella no dijo nada. Ni siquiera me volteó a ver. Suspiré––. ¿Ves a lo que me refiero? Estás clavada con él, pero no te atreves a acercártele.
––Porque hay muchas otras con él.
––¿Y eso qué? Si me rechazaste a mí, ¿por qué no usar ese empeño para acercarte a él?
Ella agitó la cabeza.
––Mejor no hablemos de eso, ¿sí? ––dijo––. Vamos con Martín.
––Como tú quieras.
Continuamos nuestro camino hasta la cafetería. A pesar de que dijo que no habláramos de eso, Debani no dejaba de voltear a ver hacia donde se encontraba Alejandro Villanueva.